Nota publicada hoy en la sección Cultura y Espectáculos, del diario Página/12
Vinilo, simple, compact, longplay. Esas palabras son las que pueblan todas las páginas de Alta Fidelidad, guía de coleccionismo discográfico, la primera de ese género en la Argentina. Y desde un principio surge la pregunta que lograría hacerse cualquier mortal que tratara de abordar el tema: ¿por qué una revista de coleccionismo discográfico cuando la industria parece haber firmado el certificado de defunción del formato disco? Se podría ensayar una respuesta urgente: porque el coleccionismo es una lucha inquebrantable contra el avance tecnológico.
Lo primero que sorprende de la publicación es su formato (que emula un simple de siete pulgadas), la calidad del papel, las fotografías y sus notas (extensas y con información pormenorizada de las ediciones discográficas). Federico Zelechowski (coleccionista, melómano) y Fernando Pau (dueño de la disquería Abraxas, lugar que eligen para el encuentro con Página/12), son los directores de este nuevo proyecto editorial, y se enorgullecen: “Coleccionar discos te convierte en un librepensador, y la revista apunta a un público apasionado”.
Uno de los factores que posibilitaron la salida de esta guía fue la primera Feria de Coleccionismo Discográfico, que se realizó en agosto del año pasado en el Centro Costa Salguero (en julio se llevará a cabo la segunda) y que congregó a miles de coleccionistas de todo el país. “Si bien la idea de la revista ya se estaba encaminando, la feria fue el puntapié inicial que necesitábamos”, confiesa Zelechowski, que fue al que se le ocurrió la idea de hacer una revista así en la Argentina. Y Pau, que ya había tenido experiencias periodísticas en el pasado, aceptó incorporarse como director editorial. El se entusiasma: “La feria hizo que todos esos locos coleccionistas tuvieran un lugar para reunirse. Y nos dimos cuenta de que no tenían una revista donde se sintieran identificados. Eso es lo que tratamos de hacer con Alta Fidelidad, una revista para todos ellos”.
–Entonces, con los tiempos que corren, ¿por qué una revista de coleccionismo?
Fernando Pau: –Justamente por la época actual. Con todas las facilidades que da Internet y todas esas cosas como Wikipedia, las notas periodísticas hechas con información básica se han convertido en obsoletas. Como por ejemplo cuando se nombran los integrantes de una banda, si son buenos, malos o hacen tal música, etcétera. Hace 27 años que estoy detrás de un mostrador y he visto el intercambio de discos. Uno de los cambios que he visto es que un determinado grupo de gente se cansó de que le den la comida a medio digerir. El tipo no necesita datos que hoy los encuentra fáciles. El tipo necesita que le expliques qué es el coleccionismo. Hay gente a la que todavía le interesa pensar. Le interesa saber de dónde provinieron las cosas, y que se lo expliquen con entusiasmo. El secreto de la revista es cubrir la pasión, que es algo que no está cubierta por otras revistas. Con Alta Fidelidad estamos interesados en hacer algo distinto, algo que le hable de cerca a la persona que compra discos.
–Pero si bien la revista está dirigida a un determinado grupo de personas, también intenta introducir a otro público que quizá no sea comprador compulsivo de discos.
F. P.: –Sí, porque hay notas sobre grupos. El coleccionismo es un nicho pequeño del mercado, pero existe. En la revista se encuentran notas sobre Pink Floyd, sobre cómo coleccionar discos argentinos, sobre músicos (en el segundo número hay una nota que refleja el costado coleccionista de Juanse, cantante de Los Ratones Paranoicos). Y ése es el papel de la revista, recolectar toda esa información que hasta ahora no aparecía. Estamos permanentemente hablando de música. Cuando la música se convierte en simples números, pues entonces ella no tiene sentido. Acá, la idea general es decir: todavía existe gente que cree en lo que vos creés. No opinamos que ésta sea una revista diferente, porque todo el que hace una revista quiere eso, que sea diferente del resto, pero sí pensamos que aporta algo interesante.
–Todos valoran algunos avances tecnológicos, ¿el coleccionismo no es una manera de combatirlo?
F. P.: –Sí, por supuesto que el coleccionismo es una manera de combatirlo. Está bien, habrá tipos que irán a Palermo y se gastarán la plata en apuestas en el hipódromo, pero hay otros que prefieren tener un disco de The Beatles porque les gusta, les da placer tenerlos. Y además esto tiene una ventaja sobre las apuestas o sobre otro tipo de cosas: el coleccionismo de discos es arte. Estás aprendiendo arte. Y a través de eso, lo que te está diciendo la música y la línea que te bajan, es lo que te hace pensar mejor. Y en definitiva, es la respuesta al “no pienses”, que es el mensaje que se transmite de todos lados. Alcanza con mirar una publicidad en televisión, donde ahí sí está el consumismo, la pavada por la pavada, la alienación. Una de las formas de reaccionar es decir: yo soy yo y las cosas que me gustan.
Federico Zelechowski: –La revista es una expresión del “pará la mano”. Es un resultado de aquellos momentos donde el rock se plantaba y decía “paremos, démonos cuenta de que acá está pasando algo”. Este es un espacio para los librespensadores. Siempre creí que hay mucho más detrás de una cara bonita, de una pose. The Beatles no eran cuatro tipos que se vestían bien y nada más. Hay una obra, un concepto, casi como si el disco fuera un hijo. Hoy, con lo que decís de la tecnología, se pierde el concepto, el arte. Mandás un mensaje al 2020 y te descargás cualquier canción. Hay poco respeto por el disco en sí y por la obra.
–Cuando desde la revista se escribe de longplays o simples que hoy son casi inhallables, ¿no temen caer en cierto recuerdo nostálgico?
F. Z.: –No, el disco no tiene que ver con la nostalgia. Coleccionar es un acto casi natural del ser humano. Toda persona colecciona algo. No pasa por desprenderse de algún material por aferrarse a la nostalgia. Y menos en el caso de los discos.
F. P.: –Uno tiene una relación con el objeto. Lo toca, lo lee, lo escucha. Y utilizando una frase remanida, ese álbum pasa a convertirse en tu amigo. Y es testigo de determinados momentos de tu vida. Lo que no quiere decir que vos quedes aferrado tangueramente a eso. Quiere decir que aprendés a tener una relación con la música que va mucho más allá de la banalidad de hoy. Charly García dijo que The Beatles, en sus canciones, dejaban un hueco para que cantara el que escuchara el álbum. Algo similar pasa con la revista, donde el lector se siente parte de la nota. Esa es otra de las ideas de esta guía de coleccionismo discográfico que es Alta Fidelidad. A veces sale mejor y otras no. Pero habría que diferenciar lo que es nostalgia y lo que es melancolía. El disco no es, como diría Ray Bradbury, un “remedio para melancólicos”. Es un elemento para esas personas que respetan su historia, y les interesa un arte tan decisivo que cambió un determinado período del siglo XX.
lunes, 24 de mayo de 2010
sábado, 15 de mayo de 2010
Alimento para el corazón
Nota publicada hoy en la sección Cultura y Espectáculos, del diario Página/12
El pibe se juega la vida en cada canción. Pasa las horas bajo una misma regla impredecible: vivir todo el tiempo, como dicen los españoles, a salto de mata. A veces duerme en una especie de aguantadero reventado de dos ambientes que tiene a diez cuadras del Congreso (el mismo lugar donde recibe a Página/12), o se la pasa yendo y viniendo en tren desde Haedo a la Capital. Sirve mate en un recipiente que encuentra sobre la mesada de la cocina. Espera las preguntas sentado en el colchón de una cama desordenada. Detrás de una biblioteca esmirriada se ve el retrato de un grupo de personas, algunos con guitarra en mano. “Ahí está mi mamá; gracias a mi familia soy músico”, confiesa. El todavía sigue acostado con un poncho, sombrero de ala ancha, pantalón de gimnasia y unos zapatos marrones. Parece incómodo. “Es que las veces que me hicieron alguna nota, me preguntaron siempre lo mismo”, dice con los ojos desorbitados. Está bien, pero es mentira: tantas entrevistas no le hicieron. Sin embargo, la mirada candorosa de Leandro Machín promete historias alucinógenas. Tales como las que pueblan sus canciones: payasos existenciales, señores calabazas, pulgas y otras especies más o menos importantes. Pero habría que remarcar un solo punto: La Manzana Cromática Protoplasmática es una big band de hombres interesados por la canción.
Machín es el padre de esta criatura. Y además es el cantante y compositor de este grupo nacido y criado en Haedo y Ramos Mejía, en el oeste de Buenos Aires. El resto de sus compañeros es como él: colgado. Si hasta se olvidan de que tienen que asistir todos para la sesión de fotos. “No, lo que pasa es que algunos de los chicos trabajan de otra cosa, y no llegan a tiempo. Nunca podemos ensayar con el grupo completo”, se excusa. Al grupo lo completan Cristian Toledo (batería y percusión), Alejandro Gómez Ferrero (saxo alto, trompeta, también integrante de Las Pelotas), Andrés Albornoz (teclados y acordeón), Andrés Ollari (trompeta y trombón), Hernán de Benedetto (flauta traversa, saxo), Leandro Pucheta (percusión), Matías Rodríguez (bajo y contrabajo), Pablo Trillo (clarinete), Leandro Bulacio (piano) y Marcelo Pereyra (coros). Pero lo más gracioso, tal vez, sean algunos de los sobrenombres con los que salen al escenario en cada recital: Albondigón, Jean Pierre Chantilli, Vaporín, Señor Pelele y Arghul (los músicos son habitantes del planeta Cromo), entre otros más desopilantes. La insólita variedad de instrumentos que La Manzana Cromática Protoplasmática lleva a cada disco o recital, hace al grupo más atractivo. La salida de su segundo disco, Titiriscopio, los depositará hoy a las 23.30 en el Teatro ND/Ateneo, Paraguay 918.
–Si bien La Manzana tiene diez años, para el público en general son un grupo nuevo y sus recitales son esporádicos. ¿Por qué?
–Diez años es mucho tiempo. Pero es verdad que para el común de la gente somos una banda nueva. Ahora tocamos en el ND/Ateneo, pero no me sorprende estar en ese lugar. Creo que hace cinco años llevábamos más gente. Me estoy dando cuenta de que si bien muchos no nos escucharon, hay varios a los que les suena el nombre del grupo. Eso es producto de varios años de estar yendo y viniendo. No quiero llevar el boca a boca como una bandera, pero sí afirmo que todas las decisiones que se tomaron en la banda se hicieron para preservar determinadas situaciones del arte, a pesar de ofertas que no eran convenientes para el espíritu de la música que hace La Manzana. Hay que aguantarla, porque muchos de los integrantes tenemos hijos. Y el grupo es un alimento para el corazón: nunca nos llevamos un peso. Lo que queda de los recitales lo invertimos en escenografía o en vestuario.
–¿Cuál fue la música que escuchó en su adolescencia para terminar componiendo estas canciones cósmicas y psicodélicas?
–Arranqué escuchando heavy metal. Me encantaba todo. He corrido a la camioneta de Pantera por una púa (risas). Son cosas que guardo en mi corazón para siempre. Pero mi espíritu era musical. En mi casa eran todos músicos, mi abuelo era tanguero, aunque nunca me obligaron a tocar. Sin embargo, la guitarra siempre estaba ahí, esperándome. Y es muy loco, porque me di cuenta de que ésa era mi naturaleza: componer. Lo entendí desde el primer momento en que agarré la guitarra, que tenía una sola cuerda. La música es un juego que tiene infinitas puertas; una de ellas es la de la composición. Hay gente que intenta manejar muy bien el instrumento, con virtuosismo. A mí ese juego no me interesaba. Prefiero conseguir otras cosas con la música; por ejemplo, exteriorizar el viaje invisible al que la misma música me lleva. Obviamente, es el juego que más me gusta jugar. Soy como un cocinero que va buscando nuevos ingredientes. Me gusta siempre imaginar que la guitarra no es una guitarra, para tocarla de una forma no tan convencional, pero copándome con otras cosas que tienen que ver con un viaje personal. Tuve mi época reggae. Tal vez La Manzana tenga algo de eso, en la parte energética. Y ahora pasé a interesarme en la música, pero de manera más abarcativa.
–Está bien, pero hay canciones que están inspiradas en capítulos de Tom y Jerry...
–Es que de chico veía los capítulos de Tom y Jerry, y flasheaba con los sonidos. Fue decisivo. Eso me lo grabé de la tele e iba por la calle escuchándolo. Creo que por eso nació La Manzana. Dije: “Mi búsqueda tiene que ver con esto”. Pensé que esas músicas, llevándolas a un contexto de banda, iban a estar buenas. La Manzana llama la atención no porque sea algo novedoso sino simplemente por el contexto en el que está puesto. Sin embargo, también hay canciones, influencia que viene de la mano beatle. La Manzana no es un divague, porque a mí me interesa mucho la canción emocional. Me apasionan los dos polos: el mental y el emocional. Que es como decir Frank Zappa y The Beatles. Tengo claro que no es difícil que una flauta traversa y una batería convivan dentro de una banda.
–Lo teatral está muy presente en la banda. ¿Cómo se convierten en actores en el medio de un recital?
–Al principio, La Manzana era yo con una guitarra. Después se sumó un pibe a tocar los tambores. Un día un amigo necesitaba guita, entonces organicé una fecha e invité a conocidos, y entonces empezaron a aparecer los personajes. Por ejemplo, Menocles. También, me acuerdo de que vino Nestún, el guerrero abúlico protoplasmático (risas). Esa primera reunión se llamó El Tren de la Vía Láctea, como nuestro primer disco. Y ésa fue la primera historia. Pero, en sí, lo de La Manzana no es teatral, es más bien un juego. Un juego que tiene que estar presente todo el tiempo para que sintamos que cierra el hecho artístico. No porque la música sola no lo haga, porque la música es algo más que suficiente para llevar a cabo el arte, pero necesito jugar y eso es lo que nos hace crear personajes. Pero no es una visión teatral, es como un recurso para vivir más intensamente el momento. Eso genera mucha adrenalina e incertidumbre, porque muchas de esas cosas las hacemos improvisando. Es la adrenalina que buscamos en el escenario. Por otro lado, es muy inspirador estar en el escenario y darte vuelta y... ¡ver que uno de los chicos está disfrazado de pochoclo!
El pibe se juega la vida en cada canción. Pasa las horas bajo una misma regla impredecible: vivir todo el tiempo, como dicen los españoles, a salto de mata. A veces duerme en una especie de aguantadero reventado de dos ambientes que tiene a diez cuadras del Congreso (el mismo lugar donde recibe a Página/12), o se la pasa yendo y viniendo en tren desde Haedo a la Capital. Sirve mate en un recipiente que encuentra sobre la mesada de la cocina. Espera las preguntas sentado en el colchón de una cama desordenada. Detrás de una biblioteca esmirriada se ve el retrato de un grupo de personas, algunos con guitarra en mano. “Ahí está mi mamá; gracias a mi familia soy músico”, confiesa. El todavía sigue acostado con un poncho, sombrero de ala ancha, pantalón de gimnasia y unos zapatos marrones. Parece incómodo. “Es que las veces que me hicieron alguna nota, me preguntaron siempre lo mismo”, dice con los ojos desorbitados. Está bien, pero es mentira: tantas entrevistas no le hicieron. Sin embargo, la mirada candorosa de Leandro Machín promete historias alucinógenas. Tales como las que pueblan sus canciones: payasos existenciales, señores calabazas, pulgas y otras especies más o menos importantes. Pero habría que remarcar un solo punto: La Manzana Cromática Protoplasmática es una big band de hombres interesados por la canción.
Machín es el padre de esta criatura. Y además es el cantante y compositor de este grupo nacido y criado en Haedo y Ramos Mejía, en el oeste de Buenos Aires. El resto de sus compañeros es como él: colgado. Si hasta se olvidan de que tienen que asistir todos para la sesión de fotos. “No, lo que pasa es que algunos de los chicos trabajan de otra cosa, y no llegan a tiempo. Nunca podemos ensayar con el grupo completo”, se excusa. Al grupo lo completan Cristian Toledo (batería y percusión), Alejandro Gómez Ferrero (saxo alto, trompeta, también integrante de Las Pelotas), Andrés Albornoz (teclados y acordeón), Andrés Ollari (trompeta y trombón), Hernán de Benedetto (flauta traversa, saxo), Leandro Pucheta (percusión), Matías Rodríguez (bajo y contrabajo), Pablo Trillo (clarinete), Leandro Bulacio (piano) y Marcelo Pereyra (coros). Pero lo más gracioso, tal vez, sean algunos de los sobrenombres con los que salen al escenario en cada recital: Albondigón, Jean Pierre Chantilli, Vaporín, Señor Pelele y Arghul (los músicos son habitantes del planeta Cromo), entre otros más desopilantes. La insólita variedad de instrumentos que La Manzana Cromática Protoplasmática lleva a cada disco o recital, hace al grupo más atractivo. La salida de su segundo disco, Titiriscopio, los depositará hoy a las 23.30 en el Teatro ND/Ateneo, Paraguay 918.
–Si bien La Manzana tiene diez años, para el público en general son un grupo nuevo y sus recitales son esporádicos. ¿Por qué?
–Diez años es mucho tiempo. Pero es verdad que para el común de la gente somos una banda nueva. Ahora tocamos en el ND/Ateneo, pero no me sorprende estar en ese lugar. Creo que hace cinco años llevábamos más gente. Me estoy dando cuenta de que si bien muchos no nos escucharon, hay varios a los que les suena el nombre del grupo. Eso es producto de varios años de estar yendo y viniendo. No quiero llevar el boca a boca como una bandera, pero sí afirmo que todas las decisiones que se tomaron en la banda se hicieron para preservar determinadas situaciones del arte, a pesar de ofertas que no eran convenientes para el espíritu de la música que hace La Manzana. Hay que aguantarla, porque muchos de los integrantes tenemos hijos. Y el grupo es un alimento para el corazón: nunca nos llevamos un peso. Lo que queda de los recitales lo invertimos en escenografía o en vestuario.
–¿Cuál fue la música que escuchó en su adolescencia para terminar componiendo estas canciones cósmicas y psicodélicas?
–Arranqué escuchando heavy metal. Me encantaba todo. He corrido a la camioneta de Pantera por una púa (risas). Son cosas que guardo en mi corazón para siempre. Pero mi espíritu era musical. En mi casa eran todos músicos, mi abuelo era tanguero, aunque nunca me obligaron a tocar. Sin embargo, la guitarra siempre estaba ahí, esperándome. Y es muy loco, porque me di cuenta de que ésa era mi naturaleza: componer. Lo entendí desde el primer momento en que agarré la guitarra, que tenía una sola cuerda. La música es un juego que tiene infinitas puertas; una de ellas es la de la composición. Hay gente que intenta manejar muy bien el instrumento, con virtuosismo. A mí ese juego no me interesaba. Prefiero conseguir otras cosas con la música; por ejemplo, exteriorizar el viaje invisible al que la misma música me lleva. Obviamente, es el juego que más me gusta jugar. Soy como un cocinero que va buscando nuevos ingredientes. Me gusta siempre imaginar que la guitarra no es una guitarra, para tocarla de una forma no tan convencional, pero copándome con otras cosas que tienen que ver con un viaje personal. Tuve mi época reggae. Tal vez La Manzana tenga algo de eso, en la parte energética. Y ahora pasé a interesarme en la música, pero de manera más abarcativa.
–Está bien, pero hay canciones que están inspiradas en capítulos de Tom y Jerry...
–Es que de chico veía los capítulos de Tom y Jerry, y flasheaba con los sonidos. Fue decisivo. Eso me lo grabé de la tele e iba por la calle escuchándolo. Creo que por eso nació La Manzana. Dije: “Mi búsqueda tiene que ver con esto”. Pensé que esas músicas, llevándolas a un contexto de banda, iban a estar buenas. La Manzana llama la atención no porque sea algo novedoso sino simplemente por el contexto en el que está puesto. Sin embargo, también hay canciones, influencia que viene de la mano beatle. La Manzana no es un divague, porque a mí me interesa mucho la canción emocional. Me apasionan los dos polos: el mental y el emocional. Que es como decir Frank Zappa y The Beatles. Tengo claro que no es difícil que una flauta traversa y una batería convivan dentro de una banda.
–Lo teatral está muy presente en la banda. ¿Cómo se convierten en actores en el medio de un recital?
–Al principio, La Manzana era yo con una guitarra. Después se sumó un pibe a tocar los tambores. Un día un amigo necesitaba guita, entonces organicé una fecha e invité a conocidos, y entonces empezaron a aparecer los personajes. Por ejemplo, Menocles. También, me acuerdo de que vino Nestún, el guerrero abúlico protoplasmático (risas). Esa primera reunión se llamó El Tren de la Vía Láctea, como nuestro primer disco. Y ésa fue la primera historia. Pero, en sí, lo de La Manzana no es teatral, es más bien un juego. Un juego que tiene que estar presente todo el tiempo para que sintamos que cierra el hecho artístico. No porque la música sola no lo haga, porque la música es algo más que suficiente para llevar a cabo el arte, pero necesito jugar y eso es lo que nos hace crear personajes. Pero no es una visión teatral, es como un recurso para vivir más intensamente el momento. Eso genera mucha adrenalina e incertidumbre, porque muchas de esas cosas las hacemos improvisando. Es la adrenalina que buscamos en el escenario. Por otro lado, es muy inspirador estar en el escenario y darte vuelta y... ¡ver que uno de los chicos está disfrazado de pochoclo!
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