Nota publicada en la sección Cúltura y Espectáculos, del diario Página/12, en febrero de 2009. Ya pasaron un año y seis meses.
En la oscuridad plena: el silencio. Después, un grito. Y todo se vuelve azul, azul transparente. El reloj marca las diez pasadas. Una media hora después de lo previsto, un atronador rugido de batería se escucha, casi pidiendo permiso. Suena la banda, rutilante, amenazadora. Y todo se apaga. Alanis Morissette canta algo dulce, emancipador, sentadita en el borde, sin que nadie pueda verla, rodeada de una penumbra absoluta. Todo parece retroceder unos minutos. Y es que hay diferentes maneras de volver al pasado. Una es revolviendo canciones. Las que están en el cerebro, o las que están guardadas en los anaqueles más altos, aquellos inalcanzables, que parecen, a veces, estorbar. Eso es a lo que apela esta canadiense, o lo que intentan, denodadamente, sus canciones y su forma de interpretarlas: volver a un pasado que estaba olvidado.
Sobre el escenario están ella y cinco músicos más. Es Morissette la que brilla, quiebra la cintura, sacude la cabeza, sus pelos revueltos, y hace bailar a un estadio repleto. Sus músicos parecen saltimbanquis en pleno éxtasis circense: saltan, se chocan entre ellos, son rudimentarios. Los dos guitarristas son acompañantes menores, accesorios, pero la banda toma impulso cuando ella toma una de seis cuerdas y el formato de tres guitarras transforma el sonido. Y también al recital.
En el Luna Park hay siete mil personas. El público aprueba una pirueta tonta: Alanis moviendo la cabeza para todos lados, al compás de la batería y el riff machacón de las guitarras. Un gesto punk. Eso es al inicio del show, en “Uninvited”, cuando ya hay demasiada transpiración en el cuerpo de esta muchacha (si Madonna es la reina y Britney la princesa, ¿qué será Morissette?). La tensión está en las luces. Pero también en el desparpajo y la actitud de esta cantante con unos agudos envidiables. El repiqueteo de la batería de Víctor Indrizzo, los graves del bajista Cedric Lemoyne, las ambientaciones que salen de los teclados de Vincent Jones y las guitarras de Jason Orme y David Levitt, ayudan a mantener en vilo a un público que, durante todo el show, se mantiene expectante.
¿Canciones? Aparecen las que la llevaron al estrellato (“Head over feet”, “You oughta know”, “Hand in my pocket”). Por esas coincidencias de fechas y caprichos de algunos periodistas, en Estados Unidos la etiquetaron como estrella grunge (Jagged little pill fue editado en 1995). Algo puede apreciarse en el Luna Park: pantomimas ampulosas, saltos desde las tarimas. La voz de Morissette no sucumbe en los largos agudos finales, y es apoyada por una contundente base rítmica que no la abandona nunca.
La excusa de esta gira sudamericana es presentar su nuevo CD: Flavors of Entanglement. Pero de este último disco sólo suenan “Tapes”, “Moratorium” y “Versions of violence”. Lo mejor del show es el repaso histórico. “You learn”, “Ironic” y “Thank you”, son el tridente final de un concierto de pop y rock con exceso de ademanes, pero bien ejecutado. Morissette se retiró del escenario taconeando, dejando atrás una dolorosa vuelta al pasado, una inmensa empatía con su público, una promesa de regreso.
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